El día de ayer tuve la oportunidad de asistir a esa gran fiesta democrática (o patada cívica, como prefieran llamarle) que celebramos los guayaquileños, quienes hace varias semanas fuimos convocados por nuestro alcalde Jaime Nebot con el motivo de alzar nuestra protesta contra la injusta repartición presupuestaria desde el Gobierno Central.
No voy a negar que detesto las aglomeraciones y que me había resistido anteriormente a asistir a una de estas marchas, sin embargo esta fue por demás una ocasión especial: no tanto por el tema de las rentas que tanto se reclama desde la alcaldía, sino como un verdadero rechazo al ambiente de autoritarismo que se vive hoy en día en el país. Al menos, ese era el espíritu de la mayoría de los presentes en esta multitudinaria marcha.
Viví esta fiesta desde muy temprano, casi desde las 13.45 cuando un nutrido grupo de estudiantes de la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil (UCSG) nos dirigimos desde el predio universitario hasta la Plaza Rodolfo Baquerizo Moreno, para avivar a los transeúntes a unirse a la marcha. Desde allí, emprendimos camino a pie hacia el Parque Centenario.
Una vez en el parque, opté por separarme del grupo y decidí aventurarme (créanme, el termino calza perfectamente) hacia la multitud que se situaba al pie de la tarima desde donde el bigotón pronunciaba su discurso. Usé un truco aparentemente sencillo, me dirigí hacia el Malecón por la calle Vélez y al llegar a la Plaza San Francisco corté camino por la vereda del Registro Civil (aquí sufrí múltiples empujones) hasta llegar a los bajos de la oficina de Iberia, en plena esquina de Malecón y 9 de Octubre. Pidiendo permiso, entre idas y vueltas, mezclándome entre los presentes, llegué a ubicarme prácticamente diagonal al alcalde y pude escuchar en directo, desde muy cerca su notable discurso: verdaderamente inspirador, como bien reflexionó una compañera de aula horas después del evento.
Una fiesta que se vivió sin violencia, ordenadamente y con un impresionante espíritu cívico que se podía respirar en las calles. La Metrovía funcionó de manera gratuita antes y después de la marcha, así que a eso de las 17.20 pude abordar un articulado en la estación de la Biblioteca Municipal y dirigirme a mi universidad sin ningún problema. ¿Hace 20 años esto hubiera sido posible? Definitivamente no, lo cual me hizo sentir orgulloso de vivir activamente mi ciudad. Un dato interesante, pues me atrevería a afirmar que los nacidos en la década del 70 no pudieron disfrutar (sí, disfrutar) de Guayaquil tanto como mi generación.
Entre tantas banderas, pancartas y camisetas, me llamaron mucho la atención el cartel contra Chávez, el sánduche gigante, el pulpo centralista, la cacerola vacía y el burro pintado de verde con el número 35. Ah, y también un cartel recordándole al dictador Rafael Correa el triste final de Eloy Alfaro: ojalá no se llegue a tanto.
La lucha recién comienza… ¡VIVA GUAYAQUIL!
PD: Revisen las excelentes galerías fotográficas preparadas por El Comercio y Hoy sobre el evento.
No voy a negar que detesto las aglomeraciones y que me había resistido anteriormente a asistir a una de estas marchas, sin embargo esta fue por demás una ocasión especial: no tanto por el tema de las rentas que tanto se reclama desde la alcaldía, sino como un verdadero rechazo al ambiente de autoritarismo que se vive hoy en día en el país. Al menos, ese era el espíritu de la mayoría de los presentes en esta multitudinaria marcha.
Viví esta fiesta desde muy temprano, casi desde las 13.45 cuando un nutrido grupo de estudiantes de la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil (UCSG) nos dirigimos desde el predio universitario hasta la Plaza Rodolfo Baquerizo Moreno, para avivar a los transeúntes a unirse a la marcha. Desde allí, emprendimos camino a pie hacia el Parque Centenario.
Una vez en el parque, opté por separarme del grupo y decidí aventurarme (créanme, el termino calza perfectamente) hacia la multitud que se situaba al pie de la tarima desde donde el bigotón pronunciaba su discurso. Usé un truco aparentemente sencillo, me dirigí hacia el Malecón por la calle Vélez y al llegar a la Plaza San Francisco corté camino por la vereda del Registro Civil (aquí sufrí múltiples empujones) hasta llegar a los bajos de la oficina de Iberia, en plena esquina de Malecón y 9 de Octubre. Pidiendo permiso, entre idas y vueltas, mezclándome entre los presentes, llegué a ubicarme prácticamente diagonal al alcalde y pude escuchar en directo, desde muy cerca su notable discurso: verdaderamente inspirador, como bien reflexionó una compañera de aula horas después del evento.
Una fiesta que se vivió sin violencia, ordenadamente y con un impresionante espíritu cívico que se podía respirar en las calles. La Metrovía funcionó de manera gratuita antes y después de la marcha, así que a eso de las 17.20 pude abordar un articulado en la estación de la Biblioteca Municipal y dirigirme a mi universidad sin ningún problema. ¿Hace 20 años esto hubiera sido posible? Definitivamente no, lo cual me hizo sentir orgulloso de vivir activamente mi ciudad. Un dato interesante, pues me atrevería a afirmar que los nacidos en la década del 70 no pudieron disfrutar (sí, disfrutar) de Guayaquil tanto como mi generación.
Entre tantas banderas, pancartas y camisetas, me llamaron mucho la atención el cartel contra Chávez, el sánduche gigante, el pulpo centralista, la cacerola vacía y el burro pintado de verde con el número 35. Ah, y también un cartel recordándole al dictador Rafael Correa el triste final de Eloy Alfaro: ojalá no se llegue a tanto.
La lucha recién comienza… ¡VIVA GUAYAQUIL!
PD: Revisen las excelentes galerías fotográficas preparadas por El Comercio y Hoy sobre el evento.