Este último fin de semana tuve la oportunidad de subirme a una pequeña lancha por el Estero Salado. Parece mentira, pero aunque haya vivido toda mi vida en Guayaquil nunca me di un tiempo para conocer el brazo marino que cruza esta ciudad.
Hace mucho rato, la regeneración urbana le cambió la cara al Malecón del Salado, creándose un ambiente propicio para que nuevos atractivos turísticos le den una imagen renovada a la ciudad. Lo curioso del asunto es que, aunque paso por este lugar al menos una vez a la semana, nunca me había subido en uno de esos botes que están a tan pocos pasos del Puente El Velero.
Eran las 15h30 de un sábado con cielos cubiertos y temperatura agradable, con la imponente brisa característica del estero. ¡Cuánta calma! Por un instante, comencé a cuestionarme por qué no conocí antes a este lugar tan único. No valía la pena: tanta calma me absorbió por completo y lo único que pude hacer fue disfrutarla.
Así transcurrieron 45 minutos de paseo en buena compañía y con la guía de un remero experto, quien además de realizar su oficio con mucho entusiasmo, nos iba contando los secretos de este importante ícono guayaquileño, que en mi opinión ha sido olvidado por mi generación. Da la sensación de que el estero esta ahí, pero no lo hacemos nuestro. ¿Qué cosas, no?
Todo un lujo por un precio regalado: el alquiler del bote con hasta 6 pasajeros cuesta 4 dólares por cada 45 minutos (pudiendo tranquilamente duplicar ese tiempo) más 1.50 por los servicios del remero, con la opción de entregarle una propina.
¡Se los recomiendo!
Hace mucho rato, la regeneración urbana le cambió la cara al Malecón del Salado, creándose un ambiente propicio para que nuevos atractivos turísticos le den una imagen renovada a la ciudad. Lo curioso del asunto es que, aunque paso por este lugar al menos una vez a la semana, nunca me había subido en uno de esos botes que están a tan pocos pasos del Puente El Velero.
Eran las 15h30 de un sábado con cielos cubiertos y temperatura agradable, con la imponente brisa característica del estero. ¡Cuánta calma! Por un instante, comencé a cuestionarme por qué no conocí antes a este lugar tan único. No valía la pena: tanta calma me absorbió por completo y lo único que pude hacer fue disfrutarla.
Así transcurrieron 45 minutos de paseo en buena compañía y con la guía de un remero experto, quien además de realizar su oficio con mucho entusiasmo, nos iba contando los secretos de este importante ícono guayaquileño, que en mi opinión ha sido olvidado por mi generación. Da la sensación de que el estero esta ahí, pero no lo hacemos nuestro. ¿Qué cosas, no?
Todo un lujo por un precio regalado: el alquiler del bote con hasta 6 pasajeros cuesta 4 dólares por cada 45 minutos (pudiendo tranquilamente duplicar ese tiempo) más 1.50 por los servicios del remero, con la opción de entregarle una propina.
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